Hojas de vida

     
Tomada de: http://literalmagazine.com/gonzalo-arango-padre-del-nadaismo-colombiano/


     Por alguna jugada del azar me bautizaron Gonzalo Arango, y no Don Miguel de Cervantes, en una folclórica sacristía antioqueña, nueve meses después del coito. 

    Aunque no soy el autor de Don Quijote, me considero un genio como Cervantes, pues los dos estuvimos en la cárcel, él por ladrón, y yo por no creer que el Sagrado Corazón de Jesús salvará a Colombia del comunismo. Pero no cambio un día de mi vida por el Quijote, pues Cervantes era manco y ya está muerto. En cambio toda mi gloria está por vivir, y toda mi mujer por acariciar...

      En un lejanísimo mes de noviembre, hace veinticinco años, un maestro de escuela nos pidió como despedida del curso, un recuerdo. 

     Consistía en que le escribiéramos en una hoja de cuaderno aquello que deseábamos llegar a ser en la vida. Me acuerdo perfectamente que escribí: "Deseo ser astrónomo". No sabría decir por qué, entre otras cosas porque ignoraba lo que era la astronomía. 

     Podría recordar trémulamente que este anhelo inconsciente se refería a algo muy hondo en mi infancia, relacionado con las estrellas. Pues yo viví en el campo hasta que, a los cinco años, cuando sospecharon que estaba a punto de tener uso de razón, me arrancaron de mis cielos bucólicos, donde me había  educado en la contemplación de los astros, para ser trasladado al pueblo a recibir el tenebroso bautizo que condena a un hombre a ser civilizado. 

     Por una especie de rebelión inocente de mi naturaleza cósmica, cometí la extraordinaria hazaña, casi genial, de ser reprobado cuatro años sucesivos, pues no hubo poder humano ni divino que me enseñara a leer y escribir. 

      Me parece que a la autodefensa de mi felicidad campesina que repudiaba los signos abstractos de la civilización urbana, se añadía el inquietante fenómeno de mi naturaleza erótica, de una precocidad también genial, consistente en que, durante esos cuatro años de aplazamiento, me enamoré perdidamente de mi maestra, una monjita de la caridad que me llevaba treinta años, pero cuya sonrisa donde lucía una estrellita de oro, me arrojó brutalmente en la pasión morbosa de Edipo. 

      Para liquidar estos amores idealistas y profanos, fui expulsado del kínder religioso y matriculado en la horrenda democracia viril de la escuela pública. Allí me enseñaron a pelos el alfabeto, lo que prueba que la violencia es un exelente método pedagógico. 

     Cuando supe escribir "Yo amo a mi mamá" y "Soy cristiano por la gracia de Dios", me declararon reo de uso de razón, y me hicieron arrodillar ante un confesor para que me arrepintiera de mi mala vida pasada. 

      Yo no tenía pecados, por supuesto, pero mi madre recordó que antes de irme a kínder le pedí a la monjita de recuerdo la dorada estrellita de su diente. Ése, por ejemplo, era un pecado terrible por el que mi alma se quemaría eternamente en las calderas del Diablo. 

        Entonces me arrepentí de mi amor sagrado, le cogí pánico  a las mujeres, quienes se convirtieron en una especie de Lucifer on capul, y entre la tentación y el remordimiento oscilé como un péndulo entre el homosexualismo y el infierno. 

     Mi confesor espiritual era la mar de tierno conmigo, me atraía con promesas de santidad, premiaba mi virtud con medallitas de lata, aseguraba que yo tenía ojos, boca y orejas de seminarista. Aquella ternura sacerdotal, susurrante y perfumada, sublimada en la pasión de Cristo, me taró para siempre de beatitud...

      Hasta los diecisiete años viví, estudié y fui virgen en mi pueblo. Nada autoriza a nadie a sospechar en mí ningún presagio en el sentido de una vocación literaria. No era lánguido, ni sensitivo, ni me desmayaba ante un lirio, ni los crepúsculos ejercían sobre mi alma la fascinación de la marihuana. Tampoco era soñador ni sifilítico. 

      Si algún día llego a ser famoso, desautorizo a mis biógrafos para que inventen cuentos chinos sobre mi juventud. Fui Nadaísmo, ni me celebraron un cumpleaños con velitas de chocolate. Sólo a los veintiún años, cuando saqué la célula de ciudadano, supe que el 18 de enero tuve el honor de nacer. 

      Recuerdo que era la negación de las virtudes estéticas, o de esos signos premonitorios que anuncian el nacimiento de un gran espíritu. En cuanto a mí, puedo decir que usaba ruana, era modesto como un col, y los domingos cargaba el mercado de los parroquianos en un horrible canasto. Entre otros deportes practicaba la cauchera y el robo. 

     El único estigma que me dejó marcado más allá del alma, en la profundidad de la carne, fue la miseria. Una miseria que me puso desnudo frente al mundo, desamparado, con mis únicas fuerzas animales para hacer una carrera de hombre. 

      A los diecisiete años me largué los pantalones —como se decía—, para viajar a Medellín. Acababa de terminar tercero de bachilerato, máximo grado que se podía cursar en el liceo de mi pueblo. De allí fui aventado a la Universidad de Antioquia. 

      En Medellín perdí mi virginidad intelectual con una novelita romántica que resultó ser el primer libro que leí en mi vida. Se llamaba Gaciela, de un tal Lamartine.

       La sensación que tengo es la de sentirme alguien importante en una gran ciudad, sentado en el banco de un parqueeyendo un libro, con pantalones largos de dril y unos baratos tenis azules. La novelita era una historia de amor de un azucarado aroma decadente. Sin embargo, no constituyó para mí una tentación, ni me abrió el horizonte de un destino en la literatura.

     Como tenía que corresponder a un épico sacrificio de mi padre, mis notas universitarias eran excelentes, como de seminarista. En ese año, casi por rutina, me fui aficionando a la lectura, a tal grado de morbosidad, que mis notas dejaron de ser excelentes. Ya no ganaba cincos admirados, pero en cambio fui adquiriendo una taciturna reputación de filósofo existencialista, que lentamente me precipitó en los abismos de la angustia y el escepticismo. 

      Hay un hecho fundamental que, si es valido para definir una vocación literaria en términos de anécdota y ubicación, se refiere a mi profunda crisis religiosa. Yo había sido educado para hacer de este mundo un episodio efímero, de la vida algo estoicamente desdeñoso, y del cielo un Absoluto. Mi alternativa no dejaba opción a una libertad que no coincidiera con la elección de mi destino ulterior. Mi vida no sería más que una vida de renunciamientos, sacrificios y prácticas piadosas para ganar el beatífico honor de salvar mi alma. 

      Pero mi contacto con cierto racionalismo filosófico fue socavado los estamentos sagrados de mi fe de carbonero, y una doliente duda hacia los valores Eternos, me pusieron en el umbral de la desesperación. Náufrago entre la Redención y la Vida, o osaba el mundo de la fe por las deslumbrantes evidencias de la Nada. 

      En esta lucha que duraba atrozmente en mi espíritu religioso, un hecho casi trivial, de una dramática ingenuidad, me empujó al vacío. Aquella tarde fui expulsado del cielo. 

      Sucedió en Aranjuez, un barrio de Medellín, donde llegué en tranvía. Según una devota costumbre, lo primero que hice fue entrar a la iglesia a rezar tres padrenuestros para que el cielo me concediera una gracia. La iglesia estaba religiosamente sola. En la penumbra, cerca al altar, oscilaban tres sombras místicas: eran albañiles. 

       Mientras me dedicaba a la oración, los obreros encendieron furtivamente cigarrillos y se dedicaron a charlar. Me pareció el colmo del sacrilegio. Sofocado de cólera me acerqué y les dije: "No fumen, porque ofende a Dios". Uno de los albañiles me miró como a un piojo, me sonrió sarcásticamente y, poniéndose el cigarrillo en el sexo, me dijo: "Mira a tu Dios".

      No dije nada, pero me sentí fulminado por un sordo dolor. Salí del templo hecho un mar de lágrimas y me dirigí a la casa cural, que estaba al lado. Un cura vino y le conté entre hipos y suspiros la inquietud de los albañiles. Me dijo: "Vete tranquilo, hijo mío, ya mismo voy a castigar a esos impíos", y cerró la puerta. 

       Supuse que llegaría por la sacristía, y volví a a iglesia para ser testigo de las maldiciones que restituirían al Buen Dios en su trono de gloria. Esperé al vengador de sotana, pero nunca llegó, y los obreros siguieron fumando y charlando como en cualquier burdel. 

      Yo creía en todo, hasta en la Santísima Trinidad, pero lo que no podía creer era la ausencia del sacerdote. Estaba desolado. 

      Media hora después salí abatido y humillado de aquel nido de sombras. En esa iglesia, ahora tumba vacía, había enterrado definitivamente mi fe en Dios y en su séquito de empresarios. 

       En todo sentido, aquella tarde de regreso a Medellín en una chatarra de tranvía, me sentí brutalmente condenado a vivir en un mundo de alucinaciones, a padecer una existencia absurda frente a una muerte absurda. Esa noche me sentí reducido a cincuenta kilos de esqueleto vacío y sin esperanzas. Era peor que la muerte, pues además de mi muerte en el alma, el cadáver de mi fe en Dios se pudría dentro de mí, envenenando mi vida con sus pestilencias. 

     Pero la vida es más fuerte que la fe, y entre el suicidio y la pena, elegí la pena. 

     Mientras me abismaba en la soledad, un alba empezó a brillar en el desierto de mis escepticismos, y un potente deseo de vivir empezó a fecundarme de nuevos apetitos, nueva sed, de un esplendoroso florecimiento. 

       De la nada tenebrosa en que había resbalado, fui ascendiendo en una lenta y penosa resurrección, como si la caricia de Dios hubiera sido reemplazada por la caricia de la primavera, y mi carne se abrió como una flor a la luz, como un cuerpo al deseo, y una vez más mi corazón empezó a latir en la constelación del milagro. 

       Esa resurrección tenía el rostro de la poesía, y encontré que el sufrimiento y la muerte habían fertilizado mi carne para la belleza. Una cosa me había reconquistado para la causa de la vida y el mundo. Esa cosas fue, ahora sí, y para siempre, mi pasión por el arte. 

       En adelante, mi religión, mis dioses, mis ritos, mi sentido de la salvación  y del infierno convivirían conmigo en el Reino de la Belleza. Ésta ocupó el trono de Dios, y desde allí ejerce un poder soberano, aterrador y fascinante sobre mi vida, hasta confundirse con mi Destino. 

      Me apasioné entonces por esta religión de la inmanencia con tal fervor, que ya era nada si no practicaba el culto de la poesía, esa cara luminosa del cielo en que la salvación no era Dios, sino el pleno goce de la Tierra. 

     En este sentido es verdad aquello que expresaba Lawrence de que para ser artista hay que ser terriblemente religioso. Y yo lo era, oficiante enamorado en el bello altar de la Naturaleza, orgulloso de mi cuerpo que siempre había despreciado en nombre de morales ascética y bastardos idealismos, pero ahora giraba como un planeta de carne la órbita del amor y la verdadera santidad. 

     En ese instante para mí glorioso en que reconquisté la Tierra como un Paraíso, no solo me hice artista, sino también amante, y parejo con la poesía escribí mis himnos de amor a la carne. Entonces supe que sería un poeta trágico, y que en el goce encontraría, junto a la locura de los besos, la caricia furtiva de la muerte. 

     Pertenezco más ala vida que a la literatura, y a la hora del Juicio Final me gustaría encontrarme más con las mujeres que amé, que con los libros que escribí. 



Gonzalo Arango

Tomado de Obra Negra. Fondo editorial universitario EAFIT. 
Corporación Otraparte. 2016. 



   

Gonzalo Arango, el profeta del nadaísmo, nació en Andes, Antioquia, en 1931, y murió en 1976 en un accidente automovilístico. Antes de escandalizar a la parroquia fue profesor de literatura, bibliotecario y colaborador del suplemento literario de El Colombiano. En Cali difundió, en 1958, el primer Manifiesto Nadaísta. Allí fundó Esquirla, suplemento literario de Relator, órgano el nadaísmo. Entre sus columnas periodísticas, teñidas por la poesía y el sarcasmo, figuran: 'Signo de escorpión' y 'Bolsa de Valores' en El Tiempo, 'Todo y nada' en La Nueva Prensa, 'El Heraldo Negro' en El Heraldo y su famosa 'Última página' de la revista Cromos.  

*Tomado de Antología de Notas ligeras colombianas de Maryluz Vallejo y Daniel Samper Pizano. Editorial Aguilar. 2011. 


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