La cárcel del amor

       
Foto de José Alejandro Castaño


     Algunas llaman a este pabellón ‘El infierno’ porque el calor adentro de las celdas sube hasta los cuarenta grados. Es un cobertizo de hormigón y tejas de eternit con cielo raso de tablas. Las camas son literas de cemento que cada una adorna con lo que tiene: paisajes recortados de revistas, guirnaldas de papel, flores de plástico, fotos de hijos que hace años dejaron de ver, de hermanos muertos, de nietos que todavía no conocen, de madres que esperan. La cárcel se llama Casa Blanca, está en el barrio 20 de Julio de Villavicencio y es única: allí viven 1.268 hombres y 82 mujeres.



      Para los reclusos, el pabellón de las mujeres no es el infierno. Ellos prefieren llamarlo ‘El cielo’ y cada uno tiene una razón distinta, a veces la misma.

       A fuerza de la proximidad de unos y otros, apenas separados por una reja metálica, la dirección de la prisión se ha ido convirtiendo en una suerte de oficina de parejas. Los mayores líos para su director no son fugas, o motines, o riñas, o intentos de suicido, nada de eso. Son las solicitudes de los internos enamorados que piden verse. Se trata de un difícil asunto porque, aunque los presos tienen derecho a encontrarse y a tener visita conyugal cuando deciden hacerse pareja, el director debe asegurarse que no tengan otros noviazgos en la prisión antes de otorgarles el permiso. La vigilancia de esa delicada cuestión mantiene en cero el número de motines o peleas. Sí, Casa Blanca es la cárcel del amor.
       Wilson Bejarano es un payaso sentenciado a cinco años. Ahora es el locutor de la emisora de la prisión. Los enamorados le mandan papelitos para que los lea en el programa de las dedicatorias. Él admite que nunca antes, vestido con zapatos rojos y nariz de hule, fue capaz de producir tanta alegría como ahora. “Un beso a Cindy, que lleva en ella algo que es mío, que es nuestro”, lee el payaso y su voz se riega por los altavoces de los patios como lluvia.
          Después se oyen aplausos. En ‘El infierno’ una mujer ríe feliz.
         Se llama Cindy Caterine Díaz, tiene 18 años y dos meses de embarazo. Hace apenas una semana fue coronada Reina del Verano. Es blanca, con ojos grandes y cabello negro. El sudor se le acumula alrededor de los labios. En un rato se encontrará con Édgar Javier Monroy, de 27 años, su esposo. Se verán en la reja, esa pared metálica que los separa. Una mujer a su lado se maquilla los párpados, después se perfuma el cuello y las muñecas. No es que vaya a verse con su novio. Tiene cita en el consultorio médico pero deberá pasar por la reja y sabe que todos la verán. Las normas son estrictas.
         A menos que tengan permiso, ninguna mujer puede detenerse en la malla, pero los presos juran que casi siempre basta con que pasen de largo. Los hombres tienen contados los pasos: “18 si pasan a la carrera, 25 si pasan lento. Uno las ve y entonces les pregunta el nombre y comienza a mandarles cartas. En la cárcel hay que moverse porque el amor pasa muy rápido”, dice un hombre, condenado a 15 años. El correo del amor tiene sus propias reglas: las mujeres mandan sus cartas los martes, los hombres las responden los jueves.
        A veces, una interna recibe correspondencia de tres y cuatro pretendientes.
       “Sí, ahora sé porqué estás presa por robo agravado. Eres una ladrona. Me robaste el corazón entero”, lee Elena. La carta tiene un corazón que sangra y un arco iris pintado con crayolas.
        Hay internas que sucumben a ese encanto de verse rodeadas y deciden no entregarse a nadie. Incluso, sólo para mantener el encanto, se niegan a dejarse ver y firman sus respuestas con nombres ficticios para que sus enamorados no puedan reconocerlas. Tras años de encierro saben que la imposibilidad estimula el amor, y en todo caso el ingenio.
         Debajo de los colchones, arriba de zarzos improvisados, en fundas convertidas en cofres, las internas guardan las cartas recibidas, algunas con formas de barco, de flores, de aviones, todas metáforas de la libertad hechas en hojas de cuaderno.
      "Nos veremos este sábado. La espera es muy larga pero el corazón aguanta. Quiero que te vengas bien linda. Yo me voy a afeitar”. Hay cartas que no tienen la caligrafía de quienes las mandan. Se sabe por qué.
        “Perdona, yo no sé escribir, pero mi amigo me escribe todo lo que yo le dicto. Él es Jairo, y también me lee tus cartas mi amor. Él lee muy bien y yo te quiero mucho”.
        Wilson Bejarano, el payaso convertido en locutor, conoció a Ana Rubiela en ‘El cielo’. Fue amor a primera vista, dice él. Se besaron una tarde que ella pasó por la reja. Fue un beso robado, sin que los guardias los vieran: en la cárcel no puede ser de otra forma. Se casaron hace un año en el patio de las mujeres. Ahora él está a punto de quedar en libertad, pero Ana todavía deberá estar en prisión 26 años. ¿Si casarse casi siempre supone formar una familia, cuál es la idea del hogar para dos personas que saben que no podrán estar juntas? La promesa que deben cumplir estos hombres y mujeres no parece ser ese lugar común repetido aquí y allá, ese de: “Hasta que la muerte los separe”. Quizás sea, ¿hasta que la libertad los separe? ... y también mamás que aman pero no todos los amores de Casa Blanca son, digamos, entre hombres y mujeres apasionados. A veces la cárcel del amor expresa relaciones impensables: las de madres e hijos condenados que también se mandan cartas y se espían por la reja que los separa. Josefa Muñoz cumplió 75 años. Es la presa más anciana del país. Su apodo no es original, apenas literal. Le dicen ‘La abuela’. Su hijo, al otro lado del muro, se llama Luis Alberto Muñoz, todos lo llaman ‘Peligro’, incluso Josefa.
          Ella es pequeña, de metro y medio, calza 34 y lleva el pelo recogido. Su vestido es anaranjado, sus ojos cafés. Se ríe. Está presa por vender droga, su hijo también. Cuando ambos fueron capturados, los ladrones destruyeron su vivienda en el barrio El Popular de Villavicencio, manzana D, casa 12. Ahora tienen permiso para verse en la reja. Abrazarse es imposible. ‘Peligro’ acerca la mejilla por los orificios, Josefa estira los labios. Ambos ríen, hablan en voz baja. Como el resto de parejas pueden encontrarse cada mes, pero antes deben resignarse a verse así, a cada lado del inmenso muro metálico. Su caso no es único.
        Otra mujer, Flor Santiago, se pega a la malla para besar a su hijo Pablo Enrique, encarcelado igual que ella por lesiones personales. Dicen que son inocentes y que saldrán rápido. Se miran, alargan los dedos para tocarse. Su encuentro es breve. Un hombre se acerca a la reja y pide que por favor le describan cómo es la mujer con la que lleva meses mandándose cartas. Es flaco, de bigote pulido y ojos ansiosos, un feliz condenado, otro preso del amor.
        ‘‘Ahora soy un náufrago, un pobre perdido que no se encontrará hasta no tenerte de nuevo. Te quiero besar muchas veces, no me digas que no, Annie” Dice una de las cartas que conservan las mujeres en fundas convertidas en cofres.

Escrito por: 
José Alejandro Castaño.
El Tiempo, 11 de febrero de 2007.


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