Las gafas, las mangas y el desempleo

Fotografía de Alex Timmermans.




         Todo era lo mismo que aquel día, dos años antes, en que recibiera su nombramiento de ayudante del registro municipal. La alcoba, un cuartucho de cinco metros, pugnaba por abandonar la penumbra y recibía una lucecilla tenue de amanecer en las claraboyas de la puerta principal. A la izquierda estaba su cama de pino, con las cuatro colchas, el edredón y tres almohadones. A la derecha, la cama de su mujer, un tanto más curiosa y acicalada. Al fondo, el armario de nogal, con el espejo roto y pintado de florecillas amenas que disimulaban los desperfectos. A la entrada, el tocador con la enorme palangana esmaltada, la jarra azul, su bata de baño y los cepillos de dientes. Todo era lo mismo. Zumbaban las moscas, halagadas por la vecindad de la alcantarilla. La decoración de los muros, cubistas, daba vueltas prezosamente. El reloj despertador, sobre el velador, traqueteaba su coranzoncillo mecánico y quería estallar. 

         Despertó constipado, con un ácido sabor entre la boca, y en la nariz un cuerpo extraño que lo punzaba caprichosamente. Abrió los ojos y contempló los muros, la cama de su esposa, a su esposa, dormida y resoplante, cuyo cuerpo obeso se dibujaba sobre las frazadas. Miró el reloj: las 6 de la mañana. Se pasó las manos por los cabellos, untados de manteca perfumada. Bostezó. Repitió el bostezo. Resbaló la lengua por las encías. Se enderezó un tanto. Había tiempo de dormir un poquitín más. 

         Entornó de nuevo los ojos. Juntó las rodillas con el pecho. Quedó convertido en un número tres. Se agarró las mangas de la piyama (malditas piyamas siempre grandes para su diminuta estatura), y cuando ya se sumergía en un leve sopor, la realidad golpeó el cerebro, bárbaramente. 

       Cierto. La tarde anterior estaba en su escritorio, todo cubierto de manchones de tintas y de sucios papeles. Hacía el eterno registro:

                                     Muertos                        16
                                     Nacimientos                18
                                     Registro civil                24
                                     Matrimonios                15
                                     Testamentos                13

                                      Suma total                   86

       Trazó con excelente caligrafía de empleado modelo las cifras bobas en la planilla de estadística. Se zafó las mangas de diagonal negro, lustrosas en los codos por el uso y la antiguedad. Guardó sus gafas ''de cerca'' en el estuche de cartón y se caló las gafas ''de lejos''. Preparándose para salir a la calle cuando el señor jiménez, jefe se la oficina, muy enternecido, con una vocecilla amanerada y compleja comenzó a decirle:

                Don Salatiel, le tengo una mala noticia... Una mala noticia, don Sala, que había querido ocultarle hasta el momento, pero que ahora me veo precisado a comunicarle...Don Sale...

         Pensó inmediatemente. Nueva deducción de sueldos. Cuestiones del déficit presupuestales. Ganaba $50 al mes. Según los cómputos, no podría quitarle más de $5. ¡Bueno! Cinco pesos era mucho dinero. Pero, ante lo inevitable, ¿qué vamos a hacer?

             Sí, don Sala, los tiempos están malo. El señor contralor ha resuelto hacer una completa reorganización de las oficinas. Hay que balancear el presupuesto. Las recaudaciones disminuyen. Yo -y ya verá usted que desempeño mi empleo perfectamente y que tengo grandes ''palancas''-he sido degradado. Y a usted, don Sala, le darán, eso sí, ¡no faltaba más!, su mes de sueldo y algo de la caja de auxilios. Su empleo ha sido suprimido. El trabajo de usted lo haré yo, con el mismo sueldo. No fue posible conseguir que se le dejara a usted. Domínguez, Gutiérrez y yo intrigamos bastante. Con lo que le den en la caja, monte un negocito, don Sala. Pueda ser que le vaya bien. Esto de estar empleado, al fin de cuentas, es una miseria. Gastamos toda nuestra vida, para que después hagan con nosotros lo mismo que han hecho con usted. Don Sala, todos estamos a sus órdenes para lo que se le ofrezca y...

        No aguanto más. Bien lo recordaba. ¿Humillarse ante el señor Jiménez, que siempre lo había mortificado con sus alusiones a sus viejos vestidos, a sus remendadas camisas y escarraladas corbatas? Nada. ¡Moriríase de hambre! Él y su esposa y sus cuatro pequeños. ¡Pero nada diría!

     Recogió las mangas de diagonal negro, las envolvió en un paquetico. Sacó de la gaveta de su escritorio algunos papeles particulares -dos libranzas y cuatro letras -, arregló el tintero, limpió las plumas, la de "la roja" y la de "la negra"; arrancó del calendario la hoja del día, San Juan Nepomuceno; saludó a Rodríguez, a Domínguez y a Gutiérrez. Compúsose las gafas y abandonó el local del registro. Llegó a la casa. Comió poco, desabrido de angustias. Relató a los pequeños algunas historias de hadas y duendecillos. Y a las 8 se recogió. Durmió como un santo. Tuvo varias pesadillas atroces. Vio cómo sus mangas de percal negro abofeteaban al señor Jíménez y a Domínguez y a Gutiérrez y al jefe de la oficina, y al señor contralor y al judío de la libranza. 

     ¡Valientes golpes! De cada uno caían los follones, espantados, al suelo. Después tuvo calma. Percibió los ronquidos de su esposa, en la cama vecina, y las respiraciones inocentes de sus hijos. Y ahora, a las seis, se despertaba, olvidado de todo, obedeciendo a la rutina, y  saltaba del lecho, y se calaba las pantuflas y se pasaba la lengua por las encías, ¡Como si todo fuese lo mismo!

      Meditó: "¿Hacer escenas? ¿Para qué?". Diríale su esposa la eterna verdad: "Eres un imbécil, un idiota. No conservas un empleo más de dos años. El esposo de Garcilasa hace 15 años que trabaja en la empresa de papel y ha sido ascendido hasta ganar ¡$150 al mes! Tomás, el marido de Engracia, hace 17 años que trabaja en el Ministerio. Y le ofrecen una colocación mejor, que de seguro aceptará. Todos se hacen una carrera y ascienden y progresan. Sólo tú, viejo zorro, cada seis meses estás cesante. Pero, también, ¿cómo siendo tan bruto puedes mantenerte en un mismo puesto? Gracias a Dios que yo pongo la cara por ti, intrigo, hablo e intercedo con mi familia, si no, ¡nos hubiésemos muerto de hambre!".

        Y los chiquitines lo mirarían abismados, pensando en sus bombones y en el colegio. Y Juan, el menor, chico estúpido, se pondría a llorar, y agarraría de las faldas a la madre, y todos llorarían después. ¡Y oirían el escándalo en la casa vecina y se regaría la noticia y lo sabría la dueña de la tienda y la empresaria de la lechería! ¡Vaya, por Dios!

       En verdad, se metió entre sus pantuflas, muy pasito, sin hacer ruido. Fue al baño. Diose su ducha de agua clorada y fría. Vistió su eterno terno carmelita, deshilachado en las rodillas. Se peinó los ralos cabellos con su desdentada pinilla. Reposose otra vez las encías con la lengua gorda y áspera. Llegó al comedor, y para hacerse respetar, gritó:

             Eduviges, ¡el desayunoooo!
              Acudió, somnolienta, su esposa. Lo miró con odio y con asco. Al cuarto de hora e trajo un tazón de chocolate con un pan de a centavo. 

             A Josesito le hace falta un libro para el colegio. La sirvienta pide aumento de sueldo. Yo estoy desnuda, cubierta de chiros. No tengo ni sombrero ni zapatos. No puedo salir a la calle, ni hacer mercado. Y tú te levantas y gritas y nos despiertas a todos por el maldito desayuno. ¡Vaya el esposo considerado y el padre ejemplar!  Antes que no te han botado, que cualquier día de éstos te quiten el puesto por molondro  y bruto. 

     Y vociferaba. Y a cada palabra se le escapaba un sollozo. Y los senos flácidos por la maternidad le bailaban como dos grandes pelotas. Y la caja de dientes le zumbaba y querían salírsele de entre la boca. Resistió todo, sin una protesta, sin un solo ademán de queja. ¿Con qué derecho? Recogió su sombrero de pelo, le pasó las mangas para alisarlo. Allá en el comedor, su esposa seguía insultándolo. Al salir, el sonido del timbre de la puerta lo volvió a la realidad y le despertó una llamita de rebeldía. 

       —¿Pero cómo -pensó- pude casarme con semejante cacatúa?

      Una neblina viscosa cubría las calles. Los tranvías, solitarios, rascaban el silencio. Cuatro beatas de mandila caminaban, presurosas, a misa. Maquinalmente tomó las mismas calles de siempre. Llegó al edificio del Registro. El portero le miró con sorna. Dio media vuelta. Siguió por la carrera 7a. Llegó al parque. Se sentó en una banca y con la uña del pulgar derecho comenzó a dibujar garabatos, estropeando el barniz. 

      ¡Qué largas horas! ¡Eternos los minutos! Cuando había dañado una tabla entera del banco, sonaron las nueve. ¡Y a las 10 y 30 se salían de la oficina! Vagó por el parque. Fue al quiosco de las retretes y se imaginó varias cosas. Entretúvose en examinar las nuevas edificaciones. De pronto cincuenta pitos hirieron el espacio. Eran las 11. Paso a paso, encaminose a su hogar. Silenciosamente ingirió su ración de mazamorra y las tajadas de plátano frito. Durmió su siesta como siempre. Un tremendo vacío le mortificaba el cerebro. A la una, "se fue a la oficina". Llegó al parque. Cuatro desamparados, con las pupilas bobas, las ocas abiertas, las ropas arrugadas y sucias. 

     Eran como él, hombres sin empleo, desamparados, vagabundos forzados. 

     Subió a un montecillo cubierto de hierba fina y húmeda. Recordó a Domínguez, a Gutiérrez, a Rodríguez , al señor Jiménez. Imaginó sus mangas, organismos muertos. Sus mangas de percal, sin objeto, sin trabajo, sin empleo. 

      Se acostó boca abajo, contra la tierra. Recordó a los hijos, Josesito, Juanillo, Rafael y Jaime. Cuatro bocas inocentes tenían hambre. Imaginó a su esposa, en otros tiempos, y un estremecimiento de locura le cruzó las entrañas. 

      Acercose más a la tierra. Sudaba un vaho purificador, eterno, maternal. Metió el rostro entre las verdura y la yerba. Se le refrescó la memoria. Se cogió los dedos de la mano izquierda con la mano derecha y se entretuvo así varios días. El sol, arriba, despachaba sus rayos. Por la avenida transitaban tranvías, automóviles, hombres y carros de basura. Como la pupila de Dios, brillaban en el cerro la torre de Monserrate. 

      Se paso la lengua por la encías. Aquietó las manos. Se caló las "gafas de cerca". Maquinalmente hizo la cuenta: 

                             Muertos                       18
                             Nacimientos               14
                             Registro civil              13
                             Matrimonios              15
                             Testamentos               16

    Comenzó a sumar. Al frete, sus mangas de percal danzaban una danza obscena. Allá arriba, el sol y Dios y los angelitos. 

     De nuevo metió a cabeza entre la yerba y quedamente, muy pasito, soltó cuatro grandes lagrimones, amargos, ácidos, gruesos. Quiso mirar hacia arriba. Todos estaba nublado. 

        ¡Valiente cosa; tendrían que calarse las gafas "de lejos"!




Escrito por Ximénez




José Joaquín Jiménez -o simplemente Ximénez, el nombre con el que firmó sus textos más emblemáticos- es, junto con Ismael Enrique Arenas, Felipe González Toledo y Rafael Eslava, uno de los cuatro grandes de la crónica roja entre los años treinta y cuarenta del siglo xx en Colombia. 




  

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