Los mataperros


Tomada por Ivón Fernanda Almonacid 


      Vivimos en una época de alucinación y de frenesí colectivo, y los sentimientos y las ideas se cruzan como ráfagas contrapuestas en una noche de tempestad. Si, como se creía antaño, la literatura de un pueblo no solo contribuye a formarlo, dándole unidad por la lengua y el espíritu, sino que a la vez lo refleja en lo que es en él la esencia, lo duradero, no ha de sorprendernos que nuestra poesía y nuestra novela de mañana, de ahora mismo, sean dadaístas. 

      Aquí todos estamos dadaístas. Se inicia una campaña en favor de la higienización de México, dizque para raer la concha de lepra que ciñe los palacios ilustres, y el súbito resultado de ese movimiento es la aparición de los mataperros. Y ni en los ritos magiares, en que la posesión de la tierra no se hace sagrada sino derramando sobre los terrones removidos la sangre de un animal, a latigazos de muerte; no, en ningún tiempo se ha visto más lúgubre. 

       Junto  los mansos ojos de los perros, donde un alma delicada no puede hallar sino misteriosos reflejos, y junto a sus dientes, que recuerdan a Jesucristo, según la parábola tolstoiana, "una hilera de perlas" - los empleados de la policía, que han de instituir la higiene pública en esta ciudad, parecen hienas: lo que hay en la entraña de la bestia humana, el ímpetu de herir y de gozarse en el dolor, la sevicia, todo se reveló ahí. Cuando los garrotes caían sobre las cabezas de las inermes bestias, en el sacrificio feroz y horrible, hubiera podido verse en los ojos de los mataperros algo como un brillar de espadas revolucionaras. ¡Rodolfo Fierro huiría con sus hombres!

        La iniquidad hirió una fibra del corazón indiferente de México, y he aquí a la prensa blandiendo sus arcangélicas espadas en defensa de los perros. Diríase que los reporteros y editorialistas evocan la memoria de aquel pequeño Pelleas, cuya muerte constituye para el filósofo "una pequeña luz entre las sombras"; dijérase que Cipión y Berganza no son ya imaginaciones, sino carne y huesos que andan y que acaso escriben para los diarios matinales...

         Pero no, esta visión es lóbrega. Si los perros escribiesen, ahora que hay libertad de imprenta, sus inteligencias escarnecidas -donde se esconde, sin embargo, la agudeza que da el dolor- nos desconcertarían con la revelación de verdades angustiosas. Quizás conoceríamos así la lógica de los pronunciamientos, de los asaltos, del abandono de los niños a la intemperie, de la sangre vertida en agitaciones obreras en que la picardía de los líderes pone a su servicio la ingenuidad de los que trabajan...

       Y, francamente, la pobre especie humana podría decir a la especie perruna, si esta se querellara del tormento en las comisarías, la frase inmortal de nuestra epopeya:

               -¿Estoy yo acaso en un lecho de rosas?



Escrito por Porfirio Barba Jacob

Tomado de Escritos mexicanos, Fondo de Cultura Económica, 23 de junio de 1922. 



Porfirio Barba Jacob, fue como se conoció al poeta y periodista que nació en Santa Rosa de Osos en 1883 y murió en Ciudad de México en 1942, y cuyo verdadero nombre era Miguel Ángel Osorio. Fue un trashumante que vivió en varios países de América, pero dejó la mayoría de sus escritos en prensa centroamericana, como los que recogió Eduardo García Aguilar en Escritos Mexicanos. Fernando Vallejo publicó una de sus mejores biografías, titulada 'El Mensajero' (1991). 

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