Débora Arango



Si le hubiera hecho caso...



"Si le hubiera hecho caso a todas las cosas que dijeron de mí, si me hubiera tomado en serio todo lo que escribieron, me hubiera quedado pintando bobadas. Me criticaron y no me importó. Mi encierro en Casablanca no fue premeditado. Mis dos hermanos médicos nos propusieron, a los hermanos solteros, que pasáramos una temporada en la finca con mi padre, para superar, entre todos, la muerte de mi madre. Me enamoré de la casa y me olvidé, sin querer, de Medellín, de las exposiciones y, de paso, de las críticas".

Débora Arango.

A los noventa años (los cumplirá el próximo 11 de noviembre), Débora Arango vive, en Casablanca, con su hermana Elvira, de ochenta y dos años; con Carmelina, la empleada que los vio crecer, y con otra muchacha que las cuida aunque no cocina (de la sección de alimentos se encarga Elvira, con la misma mística de toda la vida). 

El plato que más le gusta son los fríjoles de Elvira, con chicharrón y patacones (cortados en rueditas pequeñas, no muy gruesas y estripados con piedra). Toda la vida ha detestado madrugar, y lo más temprano que se levanta es a las diez de la mañana, a dirigir el arreglo del jardín. 

Adora a Roque y a Martín, los perros consentidos; oye la misa todos los días a las 6:30 de la tarde y no se pierde la telenovela 'Dos mujeres'. 

Esta mujer de noventa años, que le tiene fobia a las cucarachas, que sólo quiso vender nueve de sus trescientas cuarenta y dos obras, y que adoptó una gata que apareció de pronto y que ya tiene más de quince gatos semisalvajes, pintó, el año pasado, cuatro cuadros al óleo durante una estadía de dos meses en Cartagena, que la volvió a inspirar. 


Débora Arango en su estudio en Madrid, pintando el retrato al óleo de su amiga Maruja Sañudo, 1955.


Casablanca, la casa de Envigado que ya estaba en pie en 1870 cuando nació su padre, Cástor Arango, parece que se hubiera quedado detenida en el tiempo. Su patio central lleno de flores y colores. Techos altos y habitaciones gigantes. Olores a tierra y humedad. Lejos, los ladridos de Roque, y más lejos, los motores de los carros y de los buses que, a gran velocidad, recuerdan que el tiempo sí pasa y que la modernidad llega. Una modernidad que Débora Arango recibe con admiración. Una modernidad que vuelve a conocer cada vez que logra escaparse y hacer un recorrido por Medellín y descubrir cosas nuevas. Como aquel paseo en metro que espera repetir cada vez que inauguren una nueva estación. 

Para Débora Arango y sus onces hermanos, la casa de los abuelos en Envigado era aquel lugar lleno de vacas, caballos y gallinas, donde la abuela Mamá Rufina alcahueteaba toda clase de juegos y caprichos. Iluminada con velas y velones, de piso de tierra limpia, fogón de leña y ollas gigantes, la casa (o mejor la finca) se convertía en el paseo obligado de vacaciones y fines de semana (viajaban en tren desde Medellín) y era el sitio donde se comían, sin discusión alguna, los mejores fríjoles, todos los días a las cinco en punto de la tarde, hora de la comida.

Cuando murió Elvira Pérez (madre de la pintora), Cástor Arango se deprimió tanto que decidió, al igual que cinco de sus hijos, salir de la casa de Medellín y pasar una temporada de dos meses en la casa de Envigado. Dos meses que para Débora y su hermana Elvira (únicas que aún viven) se han convertido en 58 años. 

El oficio...


Débora Arango con una de sus cerámicas, 1946. Foto de Gabriel Carvajal. 

Débora Arango descubrió que pintaba bien cuando se dio cuenta de que, por solicitud de su maestra, la religiosa italiana María Rabaccia, era ella quien corregía los cuadros que sus compañeros dibujaban para la clase de pintura en el colegio María Axiliadora, de las Hermanas Salesianas, donde cursó la secundaria. María Rabaccia creyó en su pintura de niña y le insistió en estudiar en serio, con un verdadero maestro. 

En 1932 ingresó a clases particulares en la casa de Eladio Vélez, en el barrio Boston de Medellín. Gracias a él se enamoró del retrato, su único amor. Pero fue de la mano de Pedro Nel Gómez que descubrió su propia pintura. Los cuadros del maestro, cargados de gente, figuras y movimientos, le revelaron un arte que no se conformaba con la más pura y limpia reproducción, sino que exigía que en él se plasmaran los sentimientos y expresiones. 

Débora Arango entró a formar parte del selecto grupo de mujeres discípulas de Pedro Nel Gómez. Salían al campo a pintar acuarela y se dedicaban al óleo en la casa-taller del barrio Aranjuez. Fue en una comida de Nochebuena que el maestro le propuso a sus alumnas dejar los bodegones y los paisajitos y apostarle al desnudo. Todas, aterradas, se negaron. A pesar del señalamiento de sus compañeras y de la amenaza de sacarla del grupo, Débora Arango decidió pintar desnudos, teniendo como su primera modelo a su compañera menor, a quien poco le importaba las advertencias de sus amigas pues debido a su vocación de religiosa, en pocos días entraría al convento. 

En su casa en la calle Caldas, entre el paseo de La Playa y la calle Colombia, Cástor Arango le había adaptado a su hija un gran cuarto como taller. Hasta allá iban sus modelos. Nunca pintaba más de un cuadro a la vez y jamás empezaban uno nuevo sin dejar terminado el anterior. Rápida, sin agüeros y en total silencio, sus modelos casi nunca tenían que ir más allá de una vez. 

Con modelos o con los bocetos que hacía cada vez que pasaba en su enorme Packard (aprendió a manejar antes de los 16 años y fue la primera mujer que manejó en Medellín) por el barrio Guayaquil, cuando iba a cobrar los arriendos de sus locales o a visitar a sus muertos al cementerio, empezó, sin querer, a escandalizar.


Débora Arango pintando durante unas vacaciones en las Islas Barbados, 1963.

No sólo escandalizó a sus amigas compañeras de té. También escandalizó a la conservadora sociedad antioqueña, a la iglesia (que la quiso excomulgar), a la prensa (que en más de de una ocasión declaró que sus trabajos eran tan indignos que ni siquiera un hombre podía pintar de esa manera), al gobierno nacional (que la consideraba 'peligrosa') e incluso al gobierno español (el generalísimo Franco hizo desmontar una exposición en Madrid a las pocas horas de haber sido inaugurada).

A su taller llegaba agitado su hermano Enrique, sacudiendo con fuerza un recorte de periódico, repitiendo las bestialidades que sobre ella escribía la prensa y pidiéndole que dejara esa idea absurda de pintar mujeres en bola. Pero su taller entraba su padre, quien estudiaba con cuidado cada obra y le insistía en lo bonito que le había quedado aquel cuadro. Y también entraban sus hermanas quienes, además de ser sus cómplices en viajes de estudio por Europa, México y Estados Unidos, se peleaban el derecho a ser retratadas. 

Captó el color y la fuerza. Pintó a la mujer sensual, erótica, atrevida. Una mujer que sostiene la mirada. Descubrió el rostro de las prostitutas y de los borrachos. Convirtió a la mujer pueblerina en protagonista del arte, y eso la sociedad no se lo perdonó. Ni se lo perdonó el gobierno cuando se sintió desenmascarado. Ni se lo perdonó la iglesia cuando se vio ridiculizada. 

La intolerancia...

Nunca bajó la guardia frente a la intolerancia. Una intolerancia que, en Antioquia , llegaba hasta el punto de prohibir el suéter en las mujeres y la entrada a cine de las parejas que no demostraran estar casadas. Una intolerancia que, incluso, llegó a exhibir en una de las principales universidades, una foto enmarcada de Hitler, durante la segunda guerra mundial. 

Pero en la intolerancia bullía la vida. En la década de los treinta el barrio Guayaquil se convirtió en una especie de puerto sin mar. Aquel barrio que en el siglo pasado había sido el asentamiento de la aristocracia y de los industriales, se fue convirtiendo en el lugar de los inmigrantes. Allí llegaban el ferrocarril de Amagá y el transporte de los pueblos vecinos. Por las mañana una vida de comercio y de plaza de mercado se apoderaba del sector. Después de las 5:30 de la tarde, el turno era para las prostitutas que se paraban frente a sus pensiones y para los campesinos y los obreros que se dedicaban, durante horas enteras, a beber en aquellas cantinas que, muchas veces, eran tan grandes como una cuadra entera. Por supuesto, también era el refugio del tango, engrandecido debido al accidente histórico de la muerte de Gardel en Medellín. 

Ese Medellín fue el que vio, sintió y plasmó Débora Arango. Es un ejemplo de independencia, no sólo pintó lo que quiso. Se dedicó a hacer arte en una sociedad de comerciantes que se levantaban a las 4:30 de la mañana a producir. Renunció a la idea de que la mujer, para ser feliz, debe casarse, tener hijos y formar un hogar, y asumió su tolerancia con convicción, de manera decidida. Se enfrentó a la iglesia moralista y derechista a pesar de su profunda devoción y de sus madrugadas a rezar. Se refugió en su Casablanca y le importó muy poco todo lo que de ella pudieran decir. 

La columna vertebral...



'Autorretrato con mi padre' Débora Arango.
"En mi vida hubo una persona fundamental: mi padre. Con él, venía todos los domingos a traerle regalos a mi abuela. Mi madre nos acompañaba hasta la estación del tren y nos mandaba la bendición varias veces, hasta que el tren desaparecía. Con mi padre fui, durante muchos años, a misa a las 4:00 en punto de la mañana. Con él aprendí que mis cuadros eran bonitos y fue él quien alcahueteó que a los diez y seis años aprendiera a conducir el Packard, aquel carro que nunca se varó. Cuando murió, pinté 'Autorretrato con mi padre', mi único autorretrato. Aparezco de espaldas, sentada en el piso y llorando sobre sus rodillas. Sólo me pinté una vez, con mi padre, porque sólo con él quería estar. Aunque estuviera muerto".

La señora de Pedro Nel...


Retrato del artista Pedro Nel Gómez.
"En esta casa, en esta sala, me gustaría tener colgado, al lado de mis cuadros, el retrato que el maestro Pedro Nel Gómez le hizo a su mujer. Ese cuadro me gusta, y no sólo por su valor estético. Significa también una manera de agradecerle a una señora que creyó en mí y en mi pintura, aún más que el propio pintor. Un día que el maestro y yo estábamos pintando a mi hermana Elvira, entró su mujer y dijo: "Pedro Nel, ¿te fijaste en las manos que pintó Débora?". Hasta ese día el maestro me dio clases."

La política...

"De política no me gusta hablar. Ya pinté varios gallinazos, gallinas, micos, hienas, perros, reptiles y sapitos. Hoy en día sé que el zoológico se podría ampliar. Cuando veo noticieros me dan ganas de hacer apuntes y pintar a varios políticos. Pero se queda sólo en eso, en las ganas". 


'La república' Débora Arango,


El mito...


'La estela de la madrugada' Débora Arango. 
"Nunca me metí a las cantinas ni fue a los barrios escabrosos. Cuando iba a cobrar los arriendos de mis locales o a visitar a mis muertos al cementerio tenía, inevitablemente, que pasar por el barrio Guayaquil. Allí veía a las prostitutas en la calle, con sus largas melenas, paradas en las puertas de las cantinas. También estaban los borrachos, cantando, gritando o peleado. Yo los veía y, enseguida, veía también el cuadro. Componía en mi cabeza y en la libreta donde hacía los bocetos y cuando llegaba a a casa me encerraba  pintar. La Débora Arango que deambuló por barrios bajos y cantinas nunca existió. Sólo fue un mito".

El amor y la religión...

"Para mí, el amor es un aroma que se huele y se va. Sólo una vez, cuando tenía once años, creí estar enamorada. Se trataba del hermanito de la novia de mi hermano Enrique. Un niño con el que nunca nos dimos un beso, pero con el que nos comimos unos sancochos buenísimos. La religión, en cambio, es lo más importante en mi vida. Entre más días pasan, más amo a Dios. 




Escrito por Marta Beltrán
Tomado de la revista Gaceta.
Septiembre/diciembre 1997




Marta Beltrán es comunicadora social y periodista de la Universidad del Valle, nacida en Cali en 1972. Este reportaje se publicó en el marco del Homenaje Nacional a Débora Arango que realiza el Ministerio de Cultura para celebrar los noventa años de vida de esta pintora antioqueña. 










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