Ermitaños domésticos
Ya no andan en corbata ni con la prisa de ir al trabajo, no se les ve ausentes, trascurren tranquilos, con el peso de los años cargado en la bolsa del pan y la leche. Toda la semana puede haber día de campo porque ahora resulta que los cuadros de Renoir aparecen a menudo en los parques de Bogotá, la imaginación no debe volar en estas situaciones, hace falta salir a caminar por esos lugares para lograr el olor perfecto del placer.
Los jubilados
y los desempleados saben más de esos olores vacacionales, se extienden en el pasto para conversar con
sus compañeros de incertidumbre, llevan ropa cómoda y discreta, se distraen fácilmente con el pasar de las
bicicletas y la posición del viento, toman café después del entrenamiento que
por lo general es una caminata y se van por los senderos envueltos de una brisa
extraña con el lazo de su mascota. Son las escenas de los nuevos los amos de
casa.
Desde
las siete de la mañana se ve el desfile de esos hombres que por voluntad o por
obligación se trasladaron a espacios donde las mujeres primaban. Ahora se les
ve con la playera que disimula la barriga llevando a los niños al colegio, hay
otros que con la botella de agua sudan en el paso lento o los que suben y bajan escaleras con pantalonetas ajustadas y con la vieja sonrisa de juventud. Los hay también formales
y sedentarios, ellos son los que inspiran el paisaje, contemplan en bancas y fingen leer porque su mirada está más en el vacío que en el papel.
Los
árboles son los culpables, sin ellos esto no tendría sentido sacarlo de la
impronta cotidiana. Dibujan sombras
en el suelo, iguales a las que dejan el café en la mesa, ¿los forestales también
se especializan en descifrar las sombras de los árboles? Si no, lo deberían hacer. Gracias
al hallazgo se podría contribuir a crear la Asociación de Ermitaños domésticos, tal cual como las personas de
tercera edad que visten sudadera verde y se reúnen a hacer aeróbicos,
practicar tejo y reflexionar sobre la vida.
Antes
al medio día visitan las pequeñas tiendas, cargan bolsas repletas de carne,
verduras, papas, plátanos, ramos de
cebollas y cubos de gallina. Siempre caminan lento sin importar que la hora
del almuerzo se acerque. No andan junto a ellas. ¿Dónde estarán ellas? Ellas se suben al bus con bolso en mano y con la inquietud de la marcación del reloj, se despiden de sus esposos y ellos emigran a la continuidad de los
parques.
En la
tarde salen a fumar, vuelven a encerrarse en casa y a las cinco regresan a las calles de tiendas,
restaurantes improvisados y panaderías que huelen a pan frío. Compran lo del desayuno, siempre es lo mismo: pan, huevos y leche, y los que se preocupan por la barriga que cultivaron con
tantos años de trabajo compran un racimo de bananos.
Sonrientes
o serios, dependiendo el estatus de su tiempo libre. Taciturnos o con la felicidad
fingida que muestran en el saludo del vecino. Cuando se vive en conjunto
residencial el panorama es más revelador, con solo asomarse a la ventana se les
pueden ver en la cocina colgando la ropa o acalorados con el vapor de la ollas.
Llega
la noche. Ellas regresan y las lámparas de las alcobas mueren. Al otro día madrugan a hacer el desayuno y se visten con la sudadera holgada para irse al parque con su tierna mascota.
La
invitación a un escritor de cualquier parte del mundo está abierta, alguien
tiene que ocuparse y ponerse a la tarea de revelar la nueva vida de los ermitaños
domésticos. Alguien tiene que contar la gran historia de la soledad de los parques, la novela de esos hombres tristes y
asombrados que han vivido en sensibilidad propia el cambio de papeles cotidianos.
Escrito por Estefania Almonacid Velosa
Marzo 2015.
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