Antolín Díaz, el cronista

      Cuando muere un cronista, casi siempre en medio del olvido, me pregunto qué sería de la historia de un país sin sus cronistas. Con ellos muere una parte de nuestro pasado que nadie más puede contar.

        Pienso en Germán Pinzón, el último de los grandes de la generación portentosa de la década del cincuenta, quien murió hace un mes. También, en Luis Tejada, José María Cordovez Moure, José Joaquín Jiménez, Felipe González Toledo, Jairo Zea, por decir sólo algunos nombres. Ellos hacen parte de una tradición olvidada. Nos contaron con sus voces las historias de las que fueron testigos: el transcurrir doloroso de un siglo de guerras civiles en un país pobre y aislado del resto del mundo; la vida cotidiana de las pequeñas ciudades de la primera mitad del siglo XX que se convertían en metrópolis; las grandes huelgas de los trabajadores petroleros, de los braceros del río Magdalena y de los bananeros de la costa Atlántica; la violencia política de los años cincuenta; la criminalidad cotidiana de nuestras grandes capitales.

         Pienso en cronistas casi desconocidos que contaron cómo eran nuestras regiones. Uno de los más importantes es Antolín Díaz. Nació en San Carlos, Bolívar, en 1895.

        Según cuenta su biógrafo Albio Martínez Simanca en el libro Vida y obra de Antolín Díaz . El coloso del periodismo empezó su carrera en una pequeña tipografía de Montería llamada Fiat Lux, donde fundía el plomo, manejaba los chibaletes, armaba las cajas y montaba las páginas que se iban a imprimir. Luego viajó a Magangué, donde fundó los periódicos El Decoro y el Pequeño Diario entre 1921 y 1922. Después fue cronista de La Nación , de Barranquilla, en una de sus épocas más brillantes; luego trabajó en El Mercurio , de Cartagena; El Correo de Colombia , de Medellín; El Espectador, El Tiempo, El Liberal, La Razón, Sábadoy Clarín , de Bogotá. En 1931 abandonó su cargo de oficial mayor en la Biblioteca Nacional para recorrer el país. Trabajó como corresponsal de guerra de El Tiempo durante la guerra con el Perú después de enrolarse en las filas del Ejército colombiano. Durante los agitados años cuarenta fue subdirector de la revista Estampa . Perteneció a la masonería, participó en la creación de un grupo de ideas socialistas que apoyaba desde los periódicos la candidatura presidencial de Jorge Eliécer Gaitán. De esta época son sus libros A la sombra de Fouché, Pequeño proceso a las izquierdas, Los verdugos del caudillo y de su pueblo y Biografía popular de Jorge Eliécer Gaitán.

       Sus libros más importantes los escribió después de la guerra con el Perú. En Lo que nadie sabe de la guerra , narró su vida de periodista y de soldado en el frente de batalla. En sus páginas recogió las crónicas que envió desde las selvas y que nunca aparecieron publicadas en El Tiempo debido a la censura. Son memorables sus historias sobre los soldados que morían de paludismo en el frente esperando una orden de asalto a las trincheras del ejército peruano que nunca llegaba. También sus relatos sobre las prostitutas que acompañaban a las tropas, a pesar de los riesgos: Elisa, Blanca, Pastora, Sara, Juana, María, Berta. Él las llamaba los medallones de la guerra.

       En 1935 escribió el libro Sinú, pasión y vida del trópico , un recuento de sus experiencias como ayudante de Manuel Santiago Manga, un pastor protestante que andaba por las sabanas de Bolívar catequizando a los campesinos con un cargamento de cinco mil biblias. Su obra causó revuelo en Bolívar porque narraba en forma cruda el abandono en el que se encontraba esa región donde, en contraste, cuando eran sacrificadas, se hallaban granos de oro en el buche de las gallinas. "En este gran reportaje, el reportero denuncia la tragedia que ocurrió en febrero de 1931 en Montería. Según su versión, ocho mil hombres armados de machetes atacaron a cuatro mil conservadores inermes. El enfrentamiento terminó con decenas de muertos que fueron arrojados al río Sinú y un incendio que devoró buena parte de la ciudad", cuenta la periodista Maryluz Vallejo. Eran los comienzos de la violencia partidista de mitad del siglo XX.

"Soy y seré pobre, casi miserable, pero libre. Vendo las futilezas que escribo para el diarismo", decía de sí mismo Antolín Díaz pocos años antes de morir, en 1968. Los cronistas como él no escriben la Historia: hablo de la Historia, con mayúsculas. Su oficio se reduce a ser testigos de su época. Pero ¿qué sería de la historia de un país sin los cronistas?


Escrito por: Juan José Hoyos
Tomado de El Colombiano
17 de julio del 2010

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