Historia de un matrimonio colombiano



Fotografía tomada de http://politicarock.cl/
Por 
Esmeralda Gómez de H


         En las vacaciones, nos fuimos al campo. Mi padre había invitado a un grupo de gentes aburridoras que pasaban el día filosofando y bebiendo.Yo, había trabado amistad con todos los veraneantes de las fincas vecinas y, como siempre, comenzó la temporada a girar en derredor mío. Inventaba comedias, excursiones, bailes. Las demás niñas, algunas muy bellas, sentían una especie de envidia admiradora hacia mi y, como era natural, me detestaban, pero buscaban mi compañía. En cuanto a los muchachos, eran totalmente míos. Yo no estaba con ninguno en especial, pero le daba la sensación a cada cual, de que era mi preferido. Como método advierto que no falla jamás. De modo que me rodeaba a diario, y yo hacía de ellos lo que me venía en gana. Repito, que jamás necesité de ser bella. Mis armas eran, catorce años, un par de bellas pantorrillas y una charla viva y amena. Nada más. Mi personalidad era, desde muy chica, definida y sin titubeos. Sexualmente había comenzado a ser una mujer. Pero, ¿a quién hablar de eso? Las gentes de mi edad eran, lo que podría confundirse, entre inocentes e ignorantes. Comencé entonces a leer cuanto libro llegaba a mis manos. Mi padre reñía una extraordinaria biblioteca que jamás cerró a mi curiosidad. Sólo me divertía: "De este lado hacia la izquierda, no leas nada, hasta tanto no te autorice". Naturalmente, era lo único que yo leía. Toral, descubrí a Freud, una tarde cualquiera, cuando me apuntaban sobre el cuerpo apenas los quince años. Leía y leía con desesperación horas y horas. La mitad, la comprendía. La otra mitad, la intuía. Resolví entonces casarme.¿Con quién? Lo pensaría. Escogería entre mis adoradores, el que más me conviniera. O, quizás, el que menos. Y hablé con mi padre. Como era lógico, me llamó absurda y tonta. Se rió a carcajadas de mi y me dijo: "Tú no servirás nunca para casada, muchacha". El asunto culminó en que mi madre alarmadísima con mi deseo de contraer matrimonio tan joven, ordenó un viaje a un internado al exterior. Viaje que jamás se realizó, porque mi padre -joven y fuerte- murió repentinamente una mañana del mes de septiembre, a raíz de la resolución.

          Quedé, pues, en un casi toral desamparo. Mi padre era mi guía. Mi amigo. Me asaltó entonces con más fuerza el deseo de casarme. En este medio de prejuicios, de Tradiciones y costumbres retrogradas, era ésta la única forma en que yo podía tener un hombre, con permiso de mi madre y de la sociedad en general. Mi deseo era incontenible. Mis novios me besaban y acariciaban según mi deseo. Los citaba de noche cuando todos en mi casa dormían—, por la tapia del jardín de arras. Ellos saltaban el cerceo y pasaban conmigo, amparados por el "brevo" familiar, un par de horas inolvidables. A mi no me gustaba ninguno en especial. Me gustaban los hombres. Eso era todo. Entre ellos había uno que era homosexual. Me lo confesó llanamente, luego de beber algo de licor. Que su desorientación sexual lo consumía. Una semana después, se suicidó de un balazo en la sien. Era, tal vez, el hombre físicamente más perfecto que he visto en mi vida. Poseía además unos hermosos pies, que no olvidaré jamás. Los pies, han causado en mí toda la vida una tremenda impresión sexual. Prefiero una caricia en un pie, que en cualquier otro sitio del cuerpo. Una noche, uno de mis hermanos me sorprendió en mi cita nocturna cotidiana. Mi pobre novio de torno quedó esa vez bastante descompuesto, ya que mi hermano era un hombre cuadrado, con manos de gigante. Desde entonces tuve que dormir con mi madre. Veinte mañanas después, a las cuatro de la madrugada, me deslicé de su lado como un gato, y me casé.

        La noche en que dejé de ser virgen comprendí mi fracaso. No había cumplido diez y seis años y, con toda la vida por delante, me sentí ante un abismo infinito. "Estar" con un hombre, no era jamás lo que yo había imaginado. No. De ninguna manera. Era todo lo contrario. Era arroz, vulgar y como si fuera poco, absurdamente doloroso. Mi marido (uno cualquiera de mis novios), era un hombre hermoso en extremo. Lo escogí, porque era el desvelo de mis amigas casadas. ¿Otro motivo? Ninguno diferente del de poder entregarme legalmente a un varón. La noche en que fui suya, hacía un calor sofocante. Estábamos en un pueblecito veraniego (había que seguir la tradición) cerca de la capital. Nos encerramos alrededor de las nueve. La habitación del mejor hotel presentaba un aspecto deprimente. Dos camas de hierro con el más destemplado ruido que pueda imaginarse. Un horrendo trípode con platón, jarra y vaso de noche. Dos mesas con sendos botellones cubiertos por un vaso boca-abajo. Dos toallas. Un aparato para matar moscas. Y unas paredes blancas, de hospital, que me produjeron zozobra. Sin embargo, yo no tenía miedo. Tenía curiosidad. Por primera vez vi, con mis propios ojos, un hombre completo. El espectáculo era de verdad maravilloso. El cuerpo humano masculino, jamás esrá tan perfectamente bello como en su estado de emoción activa. Cerré los ojos. ¿Placer? Ninguno. Se me abalanzó como un salvaje. Yo esperaba algo de ternura inicial, de caricias previas. De preparación. Yo no era una perra dispuesta. Era una niña que iba por la primavera vez a entregarme. Su respiración desesperada me causó asco. Su afán. Su torpeza. El trípode, la jarra, las paredes blancas, el sonido del catre, todo me descontroló por completó y eché a llorar desesperadamente. Pasado un tiempo, él se durmió. Yo no pegué los ojos en el resto de la noche. Había fracasado. Eso, no reñía la menor duda; ni tampoco la menor solución. Había dicho que "sí" delante de un sacerdote, y eso era firmar mi sentencia de muerte. Mi sentencia de muerte, en el principio de la vida.

        Esa misma noche me hice el propósito de tener un amante. Lo premedité fríamente a su lado, mientras dormía, a las cuarenta y ocho horas de casada. A la madrugada, despertó de nuevo excitado. Me abrazó y volvió a tomarme. Esta vez con más ahínco, pero también sin prepararme. Había olvidado totalmente que las mujeres somos pasivas y que necesitamos de un período pre-amoroso, que es definitivo. Pero los hombres en mi país, no tienen en absoluto el menor sentido del acto amoroso. Carecen por completo de ese simple principio. Sobre todo en lo que se refiere a la esposa. La mentalidad del marido colombiano, es, en ese sentido absurda y cerrada. Ellos juzgan que hacer el amor bien hecho es corromper a su compañera. Y prefieren dejarla en una ignorancia que, tarde o temprano, sacia, desde luego, con otro. ¿Somos entonces apenas un instrumento de desfogue, un lugar de ubicación para los hijos, o simplemente la compañera sosa para las cenas familiares de la Navidad? ¿Nada más? ¿Y el placer? ¿Y la comprensión sexual? Esto no tiene ninguna importancia. Los colombianos cumplen en casa una vez a la semana, para poder cumplir fuera de ella los otros seis días a cabalidad. ¿Y nosotras? Nosotras que sollocemos amargamente, como me ha tocado a mí, el haberme casado con un hombre que jamás tuvo la generosidad de hacerme saber qué es un orgasmo. 

         Triste y un poco avergonzada llegué a casa de mi madre. Me había casado a escondidas de ella y de todo el mundo. Lo que quería decir que a nadie podría culpar de lo que me estaba sucediendo. Me correspondía, pues, afrontar la situación a mí sola. Mi marido era en esa época un hombre pobre. Trabajaba en el gobierno y ganaba algunos centavos que nos permitían vivir muy modestamente. Entonces ayudaba yo, con el dinero que devengaba en un diario capitalino, donde desde hacía algún tiempo venía colaborando. Mi obsesión continuaba siendo, a través de los días y de la rutina, conocer la verdad del placer sexual. Yo estaba despierta, con desesperación, a ese mundo que imaginaba ilímite. Durante mucho tiempo esperé noche a noche, que me llegara el descubrimiento. Pero sólo hallé lo de siempre. El acto sin preparación, el placer conseguido para él, y el consabido epílogo. Un sueño tranquilo y profundo para mi marido, y un desvelo agotador para mí. Un mes después de casada tuve mi primera infidelidad mental. Como dije antes, yo trabajaba de redactora en un diario bogotano. Escribía una columnilla diaria, que me había proporcionado un cierto buen nombre entre mis compañeros. Hacía además reportajes importantes, crónicas, y, para mis archivos privados y románticos, algunos versos. Eso era, naturalmente, una válvula de escape para mi problema. Que, entre otras cosas, no reñía más solución, que el problema mismo. Conocí en la redacción, pues, a un hombre excepcional. Un poeta de alto vuelo y de reconocido valor intelectual. Mucho mayor que yo; me inspiraba, más que otra cosa, una real admiración. Una tarde, en que había trabajado con intensidad, charlaba con uno de los reporteros del periódico (que murió por cierro ocho días después en una tragedia, en un pueblecito vecino y en aras de su carrera), muchacho tímido y de un desbordante talento, en el dintel de la oficina.Se acercó a nosotros el poeta de mi historia y me estrechó la mano en una forma que sentí una fuerte descarga eléctrica sobre todo mi cuerpo. Esa noche, cuando me romo mi marido, sentí placer por primera vez, imaginando que quien me cubría era el poeta, mi amigo. Este caso, es común y corriente en el medio de mi país. Las mujeres que no llegan a ser infieles materialmente, lo son, sin duda de ninguna naturaleza, y muchas veces, mentalmente. El pánico, la cobardía, las circunstancias, obligan a las mujeres colombianas a prostituirse en la más odiosa de las formas. Imaginariamente. El amigo íntimo de la casa, el primo, el chofer, etcétera, son los amantes mentales de las mujeres honradas. ¿El motivo? Es claro y natural. El fracaso sexual en el matrimonio colombiano no tiene salvación. La mujer carece del elemental derecho de actuar como ser humano en este campo, si una mañana cualquiera le han leído la arbitraria frase: "Le serás fiel a tu marido". Muy al contrario pasa con el esposo: "Le será fiel a tu mujer" y desde la semana siguiente le es infiel con la criada, con la enfermera, con la secretaria, con la amiga íntima, con quien sea. La conocida epístola, en definitiva, solamente reza con la mujer. De ahí que el noventa por ciento de los hombres colombianos, que andan por la calle orondos y con la frente alta, son cornudos de viento. Sus mujeres, son dignas prostitutas mentales. Amantes de tíos y vecinos, en el resbaloso laberinto del sueño.

           ¿Por qué? ¿Una mujer reconocer en mi tierra su fracaso? Nunca. ¿Un hombre aceptar su incompetencia? Jamás. Entonces hay que repensar. Hay que actuar en el tinglado de la farsa. Hay que andar tomados del brazo por la calle, aun cuando una columna de fuego los separe. Hay que contra en el "bridge" que el marido "cumple", así su lecho sea una especie de ataúd sentimental. Hay que mentir. Hay que colgar el amor que no existe, de las cortinas de la vecina. De las silleras de los teatros. De las libreas de los criados. De las mancornas del jefe. Hay que ser felices por fuera, para poder ser desgraciados en paz, por dentro. Hay que acostarse cada día con el amante, para dormir Tranquila con el marido. Nuestro medio ambiente es ese. Prostitución íntima en integridad externa. Yo resolví sentarme en la felicidad, como en una silla. Porque si hubiera protestado, la sociedad, comenzando por la familia, me hubiera cerrado todas las puertas ignominiosamente y yo no tenía edad, ni experiencia para soportarlo. Sin embargo, un buen día, un buen día en que quise ser honrada, honesta y sincera, reuní a mis parientes y les dije que deseaba separarme de un hombre que no amaba en absoluto, y con el cual no me comprendía o era feliz. Que mi intención era seguir «abajando de lleno intelectualmente, y separarme de él. De lo que sucedió entonces, no quiero ni acordarme. Mis hermanos protestaron con energía insólita. Mi madre se echó a llorar amargamente y se enfermó. Mi suegra y cuñados añadieron algunas palabras más al repasado sainete familiar. "¿Una mujer de diez y seis años, separada del marido?" (Esto y una infanticida, era para ellos más o menos lo mismo). Yo no estaba aún embarazada. De manera que mi liberación hubiera sido total. Pero, naturalmente, yo era colombiana, me había casado por lo católico, y, tuve que volver a mi marido, para recomenzar la vida, sin más horizonte que una abominable hipocresía.

       Almuerzo los domingos con toda la familia, en casa de mi suegra. Una o dos veces por semana, cena y reuniones sociales, fuera del hogar. Cumpleaños, aniversarios, misas. Un desesperado tren de comedia. Al fin, casi un año después, quedé encinta. Mi vida sexual continuaba, en un doliente fracaso. De modo que esta noticia me dio ánimo y fortaleza para continuar. Resolví encerrarme en casa y pasar los vómitos, los mareos y todo lo demás, alejada de todo el mundo. Cuando comenzó a crecerme el vientre me asaltó un tremendo complejo que aún no me he explicado y que luego con mis otros hijos nunca tuve. Me avergonzaba aun delante de mi madre. La única persona que no me caía mal, era una criada jovencita que tenía. Ella había abortado —con una sonda que le puso una comadrona cuando tenía catorce años. Y contándome su romance, su caída y su ahorro, pasaba yo las horas recostada en un diván. Mi problema en relación con mi marido se hizo entonces totalmente insoportable. No podía ni sentirlo cerca, porque la repulsión era cruel. Odié con todo mi ser el acto sexual, y cuando debía acceder, ya por consideración con él, escondía la cara en la almohada y lloraba en silencio. ¡Qué Tremendamente doloroso es todo esto!

    Y cómo añoraba mis noches de soltera, sola en mi cama, con un buen libro y un puñado de ilusiones debajo de la almohada. De pronto, una tarde en que el hastío me crecía por la piel como una yerba, me salí a la calle a caminar. Mi vientre era horrendo. Yo me miraba en el espejo desnuda y me daba terror. De frente era monstruosa. Mi cuerpo, mi redondo y bien hecho cuerpo, era ahora un saco ridículo. Y mis diez y siete años, el más desolador panorama humano que pueda soñarse. Sin embargo, en el fondo era contenía. Iba a tener un hijo, y esto constituía ya una razón para vivir. Además la gente me enloquecía preguntándome: ¿No estás enferma? ¿Será por él? ¿Será por ti? Nada. No era ni por él, ni por mí. Era que el amor no llegaba. Eso era todo. Salí, pues, a dar una caminada. La tarde estaba fría y destemplada. Yo me abrigué y eché a andar. Por el camino, luego de recorrer 15 cuadras o algo así, me entraron deseos de aliviarme. Entré a un almacén de miscelánea y solicité permiso para pasar al interior. En efecto entré, y cuando salía, comenzó a llover despiadadamente. En ese instante entró a la rienda una señora. Yo me quedé mirándola de frente. Era una preciosa mujer, tal vez una de las más bellas de mi tierra. Hoy día, aún se conserva linda y llamativa. De una edad regular, es decir, entre la década de los 20 a los , que bien puede ser la de los 30 a los 40, sin perder el equilibrio. No sabría decirlo. Usó el teléfono con algo de misterio. Aceptó una cita para una hora más tarde, advirtiendo que debería estar en casa a las ocho de la noche. Sospeché algo raro, pero no puse tampoco demasiada atención. Jamás me ha interesado la vida de los demás. Me habló ella entonces: "Está lloviendo mucho, señora, acépteme que la lleve a su casa. Tengo en la puerta mi automóvil". Nos vinimos conversando muy amenamente. Era una mujer, además de muy linda, inteligente y culta. Me dijo que su marido era un "buen hombre". El calificativo es triste, pensé para mis adentros y sonreí. Me dejó en casa, y partió. Al día siguiente, a eso de la 11 de la mañana, tocaron a la puerta. Salí yo misma a abrir y -¿por qué no decirlo?- me sorprendí cuando vi la señora de la noche anterior, con una especie de hombre-boa, que se adelantaba hacia mi. Me besó en la mejilla y me dijo muy cordial y confianzuda: "¿No es verdad que anoche comí aquí con tu marido y contigo, queridita?". El hombre me miró de pies a cabeza. Creo que se detuvo en mi estómago con desfachatez. "Sí, sí, naturalmente", contesté con un aplomo increíble, pues poca experiencia reñía yo para esta clase de lances. "¿Y que dejé aquí mis guantes, verdad?". Yo entré y cogí un par de los míos y se los alcancé. Cuando se despidieron, yo quedé aturdida. Dos días después enrabiábamos una amistad íntima con la señora de la historia. Aún hoy, después de diez y ocho años de suceder aquello, continúa nuestro cariño como al principio. Tenía ella varios amantes. El marido, un hombre rico, era una especie de cerdo con buenos apellidos. Y mi amiga era fina, como dije antes, muy bella y, como complemento, poseía una gran inteligencia. Yo pasaba las tardes con ella oyendo los relatos de sus aventuras. Verdaderamente, no esperaba sino salir de mi estado, para poder divertirme también. Sus amigos, expertos y viajados algunos, eran para mí personajes de un mundo maravilloso, al que yo algún día debería llegar. Saboreábamos ambas, con fruición, las anécdotas de sus experiencias. Yo la obligaba a narrarme, punto por punto, los detalles de sus citas. Así que, a través de esta mujer, yo conocí las reacciones íntimas, la fortaleza sexual, y hasta el modo de besar de muchos hombres de mi tierra, algunos de los cuales son hoy altos personajes de la política y la sociedad. Uno de ellos ciñó la banda presidencial meses más tarde. El mismo que, en esa época, cuando yo reñía diez y ocho años, fuera mi primer amante.

        Se venía el mes de diciembre y mi hija iba a cumplir un año. Mi amiga me insinuó que matara el tiempo hablando por teléfono con alguno de sus amigos. Yo, un poco temerosa al principio, con el titubeo natural de los primeros pasos, me comuniqué en efecto con un hombre que a mí me llamaba poderosamente la atención. Era él mucho mayor que yo, desde luego. Y su inmenso, su extraordinario talento, era algo que a mi dominaba, ya que mi compañero era un hombre no solamente limitado, sino de una torpeza escueta y definida. A mi amigo telefónico, le fascinaba mi voz caliente y juvenil. Yo le hablaba con ingenuidad y malicia. Le hacía reír a carcajadas, le divertía con gracia y cariño. De modo que a la vuelta de tres meses de hablar con él, este hombre era un rendido adorador de mi sombra. Fue tanto el amor o la costumbre de hablar conmigo que hacía cosas inolvidables, como pasar durante horas y horas por el sector comprendido entre las diez cuadras donde estaba ubicada mi casa. Era realmente emocionante ver este personaje en su lujoso coche. Sentado atrás, serio y personalísimo bajo el ala enroscada de su sombrero, cumpliendo con el capricho de una sombra telefónica. Un buen día, nos conocimos y fue, como antes dije, mi primer amante. Tenía él un departamento completamente privado en un sector estratégico de la ciudad. Como en ese entonces iba a ser nombrado primer mandatario, su vida íntima era escasa. Su tiempo limitado y sus obligaciones múltiples. Sin embargo, pasaba a mi lado ratos inolvidables. Horas magníficas para mí que jamás podré borrar de mi memoria. Su cultura, su sabiduría amorosa, su personalidad avasalladora llenaron de satisfacción los mejores años de mi vida. Esto continuó durante todo el tiempo que él vivió en Colombia. Aún hoy, somos los mejores amigos.

        Entre tanto, mi vida matrimonial no daba un paso adelante. Al contrario comenzaron a sucederme problemas ya mucho más serios. Mi marido se defendía del complejo de inferioridad conmigo en una forma violenta y casi siempre en público. Abusaba de su fuerza de hombre y me lastimaba en una forma tal que yo muchas veces tenía que guardarcama, entre otras cosas porque no me atrevía a salir en público con la cara hinchada y desfigurada. Esto fue adquiriendo caracteres cada día más graves, hasta el punto de que llegué a tomarle verdadero odio. Odio no solamente a él, sino al ambiente, al injusto y decrépito medio de esta sociedad nuestra, donde las mujeres no tenemos ninguna defensa. Si me iba, entonces era lo que la ley nombra "abandono de hogar", y entonces me quitaban mis hijos. Si me quedaba, debería soportar que a diario se acostara conmigo, aunque este acto me produjera náuseas, y dos veces por semana exponerme a sus estallidos de ira, con los consabidos resultados. Pero, ¿separarme? ¿Separarme en Colombia de mi marido? ¿Ser una mujer "separada"? No. Esto ni pensarlo. Ni mis hermanos, ni mis parientes, ni mis amigos, ni nadie me decía que lo hiciera. Al contrario, todos me sugerían soportar, esperar, tener paciencia. Gracias a mi maravillosa presencia de espirito, a mi carácter siempre juvenil y alegre, yo dejaba pasar el tiempo entre mi afición literaria, el consuelo de mis hijos, algunas copas, y la comedia social de rigor.

        Hasta que llegó el día. Todo en la vida tiene un límite. Yo estaba hastiada de que las gentes se sirvieran de mi vida como de un buen plato. Era necesario reencontrarme antes de que los años, la salud o cualquier otro factor, me hicieran al margen a la fuerza. Mi vida sentimental había sido un rotundo fracaso. La sexual, hallada en la penumbra de unas horas clandestinas, siempre con miedo, con angustia, era también apenas lograda. Solo reñía a mi favor dos cosas: mis hijos y la solvencia económica de mi marido, adquirida durante nuestro matrimonio. En cuanto a mis aficiones intelectuales, me había hecho un nombre contra viento y marea, pues en casa no hallé sino desaprobación y burla. En total: ¿Qué había hecho yo durante diez y ocho años de matrimonio? En primer lugar, regalar mi juventud y mis mejores años a un hombre que jamás amé. Sostener un hogar ficticio, para que mi familia, mis amigos y la sociedad creyeran que existía. Sembrar en el corazón de mis hijos un doloroso rencor contra su padre, al que solo recordaban desde muy pequeñitos, maltratándome y lanzándome a voz en cuello los más soeces y vulgares vocablos. Engañar no solamente a mi marido, sino a cualquier hombre que se acercó a mí, muchas veces con verdadero amor. Porque una mujer casada engaña a su marido con su amante y a su amante con su marido. Es decir, es doblemente inmoral. Se ríe de los dos y a ambos aprovecha. Porque ¿no es acaso cómodo que uno la mantenga y el otro la divierta? ¿No es ese el criterio del matrimonio en Colombia? ¿Tener amante, acostarse con el que sea, engañar al marido, pero sostener a roda costa el hogar? Muchas veces los hombres tienen la certeza de sus cuernos. Pero la prefieren, a tener el coraje de devolverle la libertad a quien se los coloca. Aquí es menos execrable la infidelidad de una mujer casada que el derecho que tendría una mujer separada de rehacer su vida sentimental. Me atrevería a decir, y casi a sostener que el ochenta por ciento de los matrimonios colombianos son un desastroso fracaso. ¿Sostenido, por qué? Unas veces por la necesidad. Otras por la cobardía, otras por la fe, las más por los prejuicios, y siempre por la inmoralidad del medio. Las mujeres aquí no se atreven a volver por el único derecho humano que la congratula a una con la vida: la libertad. Sin embargo, hoy cuando yo rengo entre las manos esa libertad, cuando amanezco sola en mi lecho y miro por la ventana hacia afuera, sin divisar nada distinto de un horizonte claro y despejado, cuando me inclino sobre el sueño de mis hijos y miro hacia el futuro del cual soy única y exclusiva responsable, creo estar certeramente en el sirio que me encomendó la vida. Ahora soy un ser humano con obligaciones, pero con derechos. Ahora cuando tengo conciencia de lo que valgo; de lo debo hacer; de lo que rengo que lograr. No es la libertad el caos que las mujeres de mi país creen que es. No es ese ignominioso cerrar las puertas. Ese saludo destemplado de la miga mojigata. Ese juez incandescente de los hijos. Ese cuchillo envenenado de la familia y de la sociedad. La libertad, es la superación. Y por ella hay que romper con la inmoralidad de los matrimonios fracasados. Hay que recuperar el decoro, la vida y sus derechos. El hecho indiscutible de que Colombia esté vergonzosamente a la deriva en materia de problemas sociales en el mundo, no quiere decir que nosotras, consumamos nuestra fuerza viral, nuestro derecho humano, a la sombra de un matrimonio ficticio. Colombia no es una tara para las mujeres. Es una Patria. Y si sus leyes no nos defienden, si su ambiente no nos deja vivir, si el fanatismo nos hunde en el sacrificio, si las tradiciones absurdas nos arrebatan el mínimo derecho de ser elementos humanos, pasemos por encima de todo y tomemos la vida como lo que es. Como el más extraordinario don que recibimos y que además, dignamente, tenemos el privilegio de dar. 


Tomado de la revista Mito
Bogotá, octubre 7 de 1955


        Notas
      Evidentemente se trata de un seudónimo. La autora es una dama bogotana...Es curioso anotar que la violencia de esta historia vivida se debe a la palabra escrita. Si se reflexiona bien, se halla que, hablada, es un tema cotidiano de nuestra sociedad. Aun cuando la dirección de Mito no está de acuerdo con el tono ni comparte la actitud complicada en este testimonio(nosotros pensamos que la solución no será individual, sino social), hemos aceptado publicarlo. ¿Por qué? Desde un principio hemos decidido correr el riesgo de la sinceridad.- N. de la D. 



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