Homenaje al bluyín...



Homenaje al bluyín


Tomado de http://www.andreavilallonga.com/


Por Eduardo Escobar



       El bluyín, una prenda moderna, de lavar y planchar, hecha para aguantar usos y abusos, y cuyo origen se disputan genoveses, judíos y alemanes, liberó el cuerpo inferior del claroscuro de los pliegues y lo reveló en su candidez, poniéndolo en evidencia. Se impuso como otra piel en la feria de la vanidades terrenas. Pero sobre todo, es la exaltación contemporánea del trasero. 

      El bluyín consiguió lo que no consiguieron los grandes pensadores de utopías, los agitadores políticos con sus aspavientos y los místicos con sus paradojas, palabreríos, manifiestos, y constituciones. Fue esta prenda democrática por excelencia, la que objetivó el antiguo anhelo de dar preeminencia a los últimos, a los más humillados y pobres, encargados de los oficios más ruines. El bluyín eliminó las diferencias entre las clases y los sexo, nivelándolos por el culo. No las proclamas ni los discursos de apasionadas razones de los sicólogos de la liberación de los instintos que florecieron a lo largo del siglo xx. 

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        Claro que hay culos de culos. Hay muchas maneras de ir el último. Hay culos bastante culos, en verdad. Algunos merecen más que otros la exaltación del bluyín. El de aquella Lolita que cruza el parque, hablando por un teléfono inalámbrico color perla. El de aquella muchacha de retaguardia de luna llena que pasea un perro bisojo, rojo. Y hay culos sin importancia colectiva. Ejemplares de lo que no debería ser un culo.

     También hay bluyines de bluyines. Desde los hechos en Pereira que se venden en Pereira y Medellín y Miami, hasta los que se venden a precio de oro, de azafrán o de cocaína, en Roma, Londres y París, cosidos por muchachitas amarillas y malpagadas del tercer mundo, muchas veces, vestidas con bluyines, casi siempre. 

      Contras las dolorosas realidades que encarnan, no podemos negar a los bluyines, sin embargo, el mérito de haber pasado de ser los rudos aditamentos del vestuario de mineros de mala vida y vaqueros de mala ley, a servir de empaques a los culos de los privilegiados de la tierra: los culos de las reinas, las princesas, las actrices, las modelos multimillonarias, los empresarios del espectáculo, los musitadores de  baladas, que pasean por sus ranchos y en las grandes avenidas del mundo sus preciosos traseros, traseritos y traserotes, envueltos en el azul de unos bluyines que cuestan un ojo de la cara. 

     Usan sus propios bluyines las jóvenes prostitutas, las ricas y las pobres y sus tinieblos, las vírgenes impúberes de la pequeña burguersía y las jóvenes madres de compras en los templos climatizados de las grandes superficies, los maricones internacionales, los ministros en escarnio público, mientras llega el día del juicio y del indulto. 

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     Por años, hasta los últimos de la década de los setenta, cuando apareció la variación de los de botas acampanadas, los bluyines permanecieron inalterables: fueron siempre los mismos calzones estrechos, sin pretensiones, cómodos y duros, para echarse en los pastos húmedos a ver pasar las nubes, para sentarse en la arena de los andenes y las playas, para trabajar, enamorar y viajar. Luego, en el desenfreno comercial de las casas de moda y el consumismo galopante de las postrimerías del siglo xx, se comenzaron a operar transformaciones esenciales en esta prenda universal. Y aparecieron los bluyines descaderados, los de seis y los de cinco botones tan arduos de desabotonar en los afanes del deseo, los hechos para caderas y muslos anchos, para caderas anchas y piernas delgadas y con cuerpos delgados y con poca cintura y para masas anchas con cinturas anchas y caderas anchas. 

        El bluyín milagroso en su carrera de éxitos llegó al extremo de negar, en la gran inestabilidad de las cosas, el azul esencial en su nombre, cuando aparecieron los bluyines de colores. Y los desteñidos y los rotos. El bluyín se atrevió en su metamorfosis a negar incluso su función natural, su naturaleza simple de vestido: un tiempo, en efecto, los bluyines no fueron más que un pretexto para sustentar en sociedad un montón de agujeros y roturas. Entre los ricos de los países ricos, sobre todos, que por alguna razón isondable gozan tanto adoptando las costumbres de los pobres, que llevan sus agujeros por necesidad, como el alma, sin el menor asomo de orgullo. 

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      Además, el bluyín se inventó para la inconsciencia, de cualquier marca o nacionalidad que sea. Todas las otras maneras de vestir son precisamente eso: maneras. Amaneramientos. Manierismos. Exigen del sujeto unos ademanes, una postura, un talante, un modo de marchar. Lo dirigen. El corbatín obliga a ir erguido. La corbata exige cuidados a fin de que no meta la lengua inoportuno en los ceniceros y los platos. El sombrero, un mínimo de equilibrio interior. El bluyín, en cambio, se calza y se olvida. 

          Por si importara, diré que prefiero los bluyines clásicos, ni sueltos ni ajustados, que no opriman, como los que vengo usando desde que me conozco. En las adolescentes, sin embargo, los prefiero muy ceñidos, los que encarecen mejor la dulce curva del trasero. Y en las mujeres maduras, los que destacan el hogar, la patria perdida de la pelvis femenina. 

      No entiendo por completo los bluyines bajeros de la nínfulas del comienzo del siglo XXI, con un diamante en la noche del ombligo, sobre la pretina, cuya línea me recuerda la boca de un cáliz que no he de beber. Son demasiado religiosos para mí con sus promesas imposibles de bosques de Venus, tiernas heridas y hostias. 

     Los bluyines son sin duda las prendas emblemáticas del siglo xx, sobre los privilegios y las gracias de la minifalda. Una invención modesta y positiva entre la multitud de sus inventos descalabrados. No conoce los dobleces. Sus valores últimos no dependen de sí mismos, su precio, su nacionalidad o el atrevimiento del corte, sino de las cualidades intrínsecas del cuerpo que alberga, reguarda y revelan con franqueza. No sabe mentir.  



        Nota tomada de Prosa incompleta. Bogotá, Villegas editores, 2003. 



Eduardo Escobar nació en Envigado (Antioquia) en 1943 y se vinculó tempranamente al movimiento nadaísta. Después de destacarse como poeta empezó a escribir columnas y notas ligeras. Ha publicado catorce libros de poesía, una antología de artículos y una novela. Colabora con la revista Soho y desde hace varios años mantiene la columna "Contravía" en El Tiempo. 

       

Tomada de Notas ligeras colombianas. Maryluz Valejo y Daniel Samper Pizano.


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